miércoles, 31 de agosto de 2011

Autorretrato de un joven artista en la posmodernidad: El derecho a no pedir permiso

En mis viajes –siempre quise empezar así un relato- he visto manifestaciones que atrapan los sentidos; hermosas figuras, quimeras danzantes. He visto expresiones humanas al límite, mas no los límites mismos de la expresión. He sentido la opulencia y el pauperismo; también he sido un espectador de varias demostraciones, tanto artísticas como sociales –si es que existe tal diferencia-. Nada de ello me ha llamado tanto la atención como aquella vez que estuve en Berlín.
Muertos de hambre y sin dinero –de ahí que diga paupérrimo-, mi buen amigo Emilio y yo nos encontrábamos a mitad del verano al este de Berlín, disfrutábamos de unas cervezas gracias a lo poco que nos quedaba en los bolsillos. El sol se encontraba en su punto más alto y, siendo éste un lugar al aire libre, sus destellos, ráfagas y rayos estaban a punto de fulminarnos. Así que, dadas las condiciones, pensé que mi cerebro me jugaba una mala pasada al reproducir música que sólo yo podía oír. Después, Emilio comenzó a escucharla también y así mismo Geoffrey (primo de Emilio). Venía de afuera.
Al asomarnos por la puerta de bambú atendimos a un espectáculo variado en expresiones (música, danza, textos etc.) como en miembros de la sociedad civil. Una noche antes, mientras caminábamos por Warschauer Strasse vi una columna saturada de carteles que invitaba a unirse a una manifestación por las calles de Berlín; ésta era ella.
Decidimos unirnos, principalmente porque manejaban una buena fiesta. Con fervor de voyeurista, -esto es lo que es un periodista- saqué la cámara mecánica que me había regalado mi padre y tomé fotografías del hecho. Estaba maravillado, al crecer estuve en muchas manifestaciones en México y ahora, al estar en el extranjero, volvía a luchar por una causa; me sentí en casa. Lo más impresionante –y que registré con cierta nostalgia- fue no ver a los viejos –lo digo en el mejor sentido-, no ver a “los señores”, porque en México es común que, quién marcha, tiene entre treintaicinco y cuarenta años, sino es que más; esta vez había jóvenes de entre los veinte y los treinta. Un espectáculo maravilloso con una consigna simple: Recuperar las calles.
Al llegar a Rathaus Berlín –Un hermoso edificio rojo al estilo renacentista- los ánimos estaban por la nubes, así como el calor de las dos de la tarde; así y con la mirada conservadora de latinoamericano –y a su vez mexicano y a su vez poblano- vi como los marchistas se quitaban la ropa y entraban a la fuente que se encuentra al centro de la plaza. Emilio no vaciló en seguirlos y yo me quedé mirando un momento el espectáculo.
Encontré algo estremecedor en el hecho y después mis pensamientos fueron interrumpidos por Emilio que me sugería entrar a la fuente. Después de las sirenas, la marihuana, los golpeteos a tambores improvisados, el baile y la música, emprendimos la vuelta a casa. En el camino recordé lo que me incomodó, no eran las señoras de la alta burguesía que observaban aterrorizadas nuestro espectáculo de libertinaje, no era el padre de familia que tapaba los ojos de sus hijos ante nuestra protesta civil pacífica, era que la policía nos estaba cuidando. “Hasta en esto son organizados” pensé.
De vuelta en México y con los asesinatos, la droga, la impunidad y la absoluta crisis del sistema, me vi envuelto en más demostraciones públicas, en más protestas y marchas; me vi envuelto en el absoluto clima del terror y la solidaridad desprendida de él. Así, hoy recuerdo estos dos momentos separados por un solo año de diferencia y una pregunta surgió en mi ¿Por qué no pedir permiso? Pero debido a que en el lenguaje escrito no puede haber inflexión, desarrolle la pregunta en una declaración: “El derecho a no pedir permiso”.
 Primero, miré a los colegas en Egipto, después en España, en Chile, en Alemania (de nuevo) y a aquellos anónimos en Inglaterra. En el curso de sus acciones pude atisbar algo. Aquella chispa que hace a un movimiento, a una protesta o a una demostración una acción verdadera, es este derecho.
No pedir permiso asusta aquellos que detentan el poder. No pedir permiso es no ser hipócritas con la causa. No pedir permiso, en última instancia es no estar debajo del ala de aquello contra lo que se protesta. “Pour la rue” gritan los protestantes en la película de Bernardo Bertolucci The Dreamers; así me imagino que gritaron y que seguirán gritando los colegas de las manifestaciones verdaderas “¡Por las calles!” diremos algún día, sin ataduras, libres, sin pedir permiso.

lunes, 29 de agosto de 2011

Mirada: existencia, representación y experiencia estética

Soy aquél que me mira. Un enunciado particularmente existencial y metafísico. ¿Por qué miramos? ¿por qué el ojo se mueve tan independientemente de nuestra voluntad? ¿qué busca? El hecho de afirmar que el ojo busca algo, como si el espíritu se lo mandase, nos da cuenta de que la necesidad de mirar es una búsqueda por la existencia y el autorreconocimiento.
Cerrar los ojos es sentirnos perdidos. ¿Cómo sabríamos quienes somos sin saber quiénes son los demás? Ya Sartre aborda este problema en “La Nausea” en cuanto Antoine Roquentin no reconoce su propio rostro, no sabe juzgar por sí mismo si es feo o bello, sólo sabe lo que los demás le dicen. En este sentido juega un lugar muy importante la palabra representación. Ya los filósofos idealistas más destacados han esclarecido este concepto; en cuanto a las miradas, podemos decir que el ser humano no busca a el mundo, busca su lugar en el mundo; mejor dicho, se busca a el mismo.
Al admirar una obra de arte, se siente irresolublemente referido; impávido, por la cercanía que le tiene un objeto bidimensional y estático, siente una absoluta responsabilidad de preservarlo, reproducirlo (ya sea de manera gráfica, escrita u oral) o, en el caso opuesto, rechazarlo y destruirlo. A esta arrebatadora fuerza le llamamos experiencia estética.
La experiencia estética, dicho sea de paso, no se limita al campo de lo visual; encontramos muchas manifestaciones que nos pueden sugerir tales sensaciones y sentimientos, pero sólo en pocas de ellas nos encontramos tan aludidos como en el lenguaje visual ya que, a diferencia de otros lenguajes, el visual es la imagen por excelencia.
De los ojos, definitivamente les corresponde una sinestesia, como bien señalan Barthes y Costa. Con los ojos, el anhelo de tocar se vuelve condición propia de la mirada y a su vez, sentimos un roce y no sólo eso, sentimos punzadas, golpes y bofetadas. De esta manera, no es descabellado decir que cuando miramos buscamos un vinculo con la humanidad.

domingo, 28 de agosto de 2011

La Bestia


-¡Míranos a los ojos!-
Una lágrima que no consigue escapar,
La mejilla que le busca y brota en la espera.

-¿Por qué nos odias?-
Y el aliento se muere en cada sentencia.
Los dientes vibran desesperados.
El pecho que reverbera como metralla.

Una mirada, una antes de escapar.
El gesto de la huida, la duda.
El amor.

-¿Quién eres? ¿Quiénes son?-
Escucha nuestros lamentos,
Escucha.

-¡Míranos!-
Y di que no.

¡No!