domingo, 11 de septiembre de 2011

Autorretrato de un joven artista en la posmodernidad: La tragedia de llamarse artista

Tal vez Rimbaud ha –por no decir me ha- creado el problema más grande de todos. ¿Cómo decidir ser un genio? En la vida del escritor existe una pregunta constante que, a mi parecer, es la más atormentadora de todas las cuestiones. ¿Quién sirve para este oficio?
Tras leer demasiados decálogos del escritor, entrevistas, reseñas y semblanzas, hubo un punto que me ha aterrorizado hasta la fecha. Palabras más, palabras menos, muchos afirman que “hay personas que no sirven para esto”. Por supuesto que esta cuestión, siendo la más macabra de todas, no te golpea al instante; se toma algunos meses –sino algunos años- para irse metiendo en la piel de aquel que ya ha escuchado o leído esto. Es entonces, con una taza café y a finales del verano, que decide sorprender, golpear o incluso fulminar al escritor.
No sé que tanto se trate de inseguridad del escritor como de terror infundado –aceptémoslo, los críticos son feroces- lo que sé, es que apenas aprendida esta duda, es sólo cuestión de tiempo, copas o estado de ánimo, para que nos aborde e intente destruir nuestro sueño creativo.
No conforme con la pregunta, no existe ningún organismo legal, social, metodológico, historiográfico e inclusive divino que pueda juzgar nuestro trabajo de manera unitaria y definitiva –lo siento por los que viven en el autoengaño y creen que sí- ulteriormente, uno se encuentra con la terrible verdad filosófica que trastoca nuestra vida profesional; en esto también estamos solos.
Porque nos convertimos en jueces de “esto que llamamos nuestra visión” y paradójicamente, así volvemos al problema fundamental. ¿Cómo decidir ser un genio? ¿Cómo juzgar el trabajo propio? La verdad angustiante de este callejón sin salida me ha robado largos ratos de paz. Parece que lo único que nos queda es la técnica –esto suena bastante horrible- y el azar –tantito peor-.
“No se engañe; no hay taller de creación literaria que pueda salvarlo, no hay parámetro que pueda calificarlo.” Esta es la voz que intercede por la de mis personajes para silenciarlos a todos y despegarme del hilo narrativo. También es la voz que quiere salir cuando veo algún afiche que promociona un taller, diplomado o curso.
Es más, incluso dominando el terreno de la técnica –que es esencialmente lo que plantean los cursos de creación literaria-, esto no lo salva ni de la critica, ni mucho menos de la cuestión existencial. Usted puede hacerse de mañas, atajos y artilugios para estructurar un texto de manera estética, pero la cuestión última del producto se figura así: “¿Es esto realmente arte?”, déjeme le adelanto que esa pregunta nunca lo va a dejar.
Es por esto que, la tragedia de llamarse artista, deviene de la mismísima construcción de aquella oración. ¡Vaya! de artistas solo tenemos el nombre, un nombre prestado, autoproclamado o infundado de manera sarcástica o inexperta. En todo caso, no es nuestro. 

1 comentario:

  1. Creo que la verdadera tragedia es ser "crítico de arte" je...

    Yo me quedo con la visión optimista de Joseph Beuys, y su valiente afirmación "todo ser humano es un artista". Lo veo como un gran acto de tolerancia del que todos podríamos aprender.

    El arte se hace, es sentido y no pensado, es expresión. Al momento de externar algo (en la música, en la pintura, en la escritura, en la fotografía) realmente no piensas si es o no arte. ¿No es genial esa libertad? (:

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